Una hoja
una pálida hoja cae,
se mezcla conmigo, con la tierra.
#Emiliana Pereira Salazar
Hace tiempo leí Qué sabe Peter Holder de amor, del escritor chileno Vladimir Rivera Órdenes. Son de esos libros que te encuentran en la biblioteca pública. Luego los compras, los lees de vez en cuando, más tarde regresas a ellos siempre. "Nocturama", uno de los cuentos de ese volumen, es un puzzle de silencios y soledad. Muchas soledades. Personajes que ven, quizá presienten, su propio deterioro emocional, pero no son capaces de anticiparse (menos eludir) a sus desgracias. Y esto, disfrazado de lirismo, o con guiños a la poesía con escenario de provincia, se vuelve algo bello, triste, tristísimo. Pero especialmente algo muy bello.
"Simplemente estoy condenado a la soledad", dice alguien en "Nocturama". Rivera Órdenes, que es oriundo de Parral, que es hijo de detenido desaparecido y que ama el cine de ficción y horror, tiene un especial don para describir la muerte o la soledad. Probablemente la suya, la misma de Vladimir, el niño protagonista de Juegos florales (2017), su primera novela, acaso una extensión de ese magnífico "Nocturama" y sus relatos satélites.
A ratos parece que todo es disparatado, inconexo, que los personajes carecen de profundidad o que hay trampas en el relato, como en algún texto de Aira. Pero no es tan así. Personajes como la señora Mercedes, mamá da Vladimir, son pura ternura y compasión. "Eres especial, mi niño, muy especial", le dice a su hijo, luego Rivera Órdenes sentencia: "Entonces Vladimir vio la solitaria vida que tienen los seres especiales en este mundo".
Vladimir, que quiere ser escritor, a pesar de sus lecturas y escrituras no pasa nunca de curso. Admira a escritores muertos, se la pasa pensando o preguntando cuáles son los escritores vivos, a veces obtiene alguna mención honrosa en un concurso. Su papá también es poeta, uno reconocido en Parral y alrededores. Pero Vladimir lucha con la inminencia de un problema mayor: perder la razón. Probablemente ni siquiera existe. Quién sabe.
Por un momento presenciamos nuestro propio dilema cotidiano. Vemos cómo el resto aparentemente se transforma, moviliza o acierta, mientras algunos siguen en la urgencia de decidir cómo proceder. Aunque a lo mejor nadie cambia o gana mucho, porque como en la novela, los incentivos no pasan de un diploma o unas palabras de alivio. Como Vladimir, copiamos moldes, a veces canciones, las hacemos pasar por propias, para que pronto alguien nos traiga de regreso a la tierra, recordándonos que solo estamos copiando.
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